miércoles, 19 de marzo de 2014

EL LAGO OLVIDADO. Capítulo I. Praeludium.



   



— PRIMERA PARTE 


    Aquellas cristalinas aguas se mantenían en silencio, tal cual les ordenaba el viento, aunque mucho más arriba las nubes escapaban del bosque dejando al descubierto un cielo estrellado. Entre la maleza y los árboles se abrían camino unas pequeñas sombras, lentas y sigilosas como solo ellos podían serlo. Paso a paso se dirigían, bordeando el lago, hacia un pequeño claro rodeado de espesa vegetación al otro lado del agua. Era prácticamente imposible no perderse en aquella parte del bosque incluso de día, pero ellos se sabían el camino y su formidable y nítida visión en plena noche los convertía en sus perfectos súbditos. Ellos estaban respondiendo a su llamada, y ella esperaba su llegada.

    Bajo la luna creciente ella esperaba. Algunas pequeñas piedras en el suelo hacían que no creciera la maleza alrededor. Era como una pequeña, pequeñísima playa de piedras, con una gran roca en el centro, oculta en gran medida por la falda del vestido de seda de la mujer que descansaba, sentada, sobre ella. Inmóvil y firmemente erguida como una estatua, la mujer miraba hacia el lago, con la cara completamente iluminada por la luz de la luna. Tranquila y elegante como si fuera la protagonista de una pintura. En sus grandes ojos se veía reflejada la intensidad del astro, como si realmente fueran sus ojos los que estuvieran iluminando el lago. Solo llevaba encima aquel ligero vestido negro con encaje de rosas también negras y un velo sobre la cabeza, pero ella se encontraba completamente resguardada bajo su tacto, excepto las manos y los pies.

    Escuchaba con atención a la noche, cerró los ojos durante unos instantes para escuchar la canción del bosque y los volvió a abrir. Sus pequeños estaban llegando. No los escuchaba, ni los olfateaba, no tenía tan afinados sus sentidos, simplemente los percibía, los veía en la superficie del lago. Uno a uno, fueron saliendo de la maleza con sigilo, rodeándola y sentándose en el suelo a la misma distancia unos de otros, como si alguien a propósito los hubiera colocado allí mismo para adornar la estancia. Se movían con extremada gracilidad y armonía, con una coordinación más allá de lo normal. La mujer se levantó, se giró y los observó uno por uno. Una lúgubre y pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. Allí estaban sus seis caballeros de la noche, sus seis acompañantes sin nombre. Seis gatos negros levantaban la mirada hacía su rostro, como esperando un premio, un regalo por haberla obedecido.

    De espaldas a la luna y al lago, la mujer se destapó el velo de la cara y lo dejó caer al suelo, mientras que con unos suaves movimientos de cabeza se echó el pelo hacia atrás. Su espesa melena resbaló por su espalda y por sus hombros ahora al descubierto. Extendió los delgados brazos en cruz y dio inicio al ritual. Pequeñas convulsiones comenzaron a agitar sus extremidades. Miraba hacia arriba, hacia las ramas de los árboles, su voz infantil pronunciaba unos versos casi inaudibles en un idioma desconocido. De alguna forma aquellos versos eran increíblemente hermosos y atroces al mismo tiempo. Sus seis gatos negros no parecían mostrarse extrañados ante tal situación. Terminó de recitar su reclamo y tras unos segundos de efímera tranquilidad, abrió los ojos con tal fuerza que algunos de los gatos se sobresaltaron, aunque no se movieron del sitio. En esta ocasión todo el interior de sus ojos era también negro, negro como la noche, negro como su corazón...

    Segundos más tarde un vestido con encaje de rosas se ocultaba tras la sombra de una roca, y un grupo de gatos huía en fila de aquel lugar, pero esta vez no eran seis, sino siete.




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